Pasado el enamoramiento inicial con Santiago (bastante largo, por cierto!), me animo a descubrir un poco la tierra que escondía bajo la alfombra. No es que estemos peleados, ahora nos queremos mucho, pero encuentro nuevas cosas que no veía cuando deslumbrado.

El orden, por ejemplo, enamora. Me recuerda a una historieta de Quino, en que un turista ama cómo todos los ciudadanos silvan al caminar, hasta que un policía lo increpa porque no está haciendo lo mismo: lo fuerza. Si no hay borrachos, robos, o espontáneo arte urbano es porque hay estructuras, y hay control. Le contaba a un amigo cómo a las 12:30 cierran los bares, y sólo quedan algunos “pecaminosos”, y cómo, a las 8am de un Domingo, no hay cafés abiertos donde sentarse a mirar el día empezar. El me respondió que salió a pedalear por Buenos Aires a las 3am, y vio atletas trotando por Palermo. Es así: puede gustar o no la rutina que la ciudad propone, pero no es fácil de evitarla si no gusta. No recuerdo estos detalles de Alemania, pero asumo que sería un estilo de vida más estructurado que Argentina; una alemana me dijo que ve la sociedad chilena más conservadora que la alemana.

Estos días me crucé por internet con la primer Wiki del mundo. Siendo un concepto tan nuevo y revolucionario, el autor advierte a los nuevos usuarios que pueden llegar a experimentar un “Shock Cultural”, y –digno artículo de Wiki– esas palabras vinculan a su descripción del concepto.

Mi resumen de lo que ahí se habla es que un “expatriado” puede verse en una isla ante la nueva cultura, y, si continúa el estilo de vida que llevaba en su país, puede ser juzgado rápidamente por el nuevo pueblo, ya que es fácil de confundir diferencia cultural con mala educación, o llana rudeza. Hay una miríada de pequeñas diferencias que parecen inofensivas, pero sumadas cobran relevancia: cuánto tomar o no, hacer brindis o no, llevarse ropa puesta de un negocio o no, cuánto hablar o no, ser muy puntual o no, servir o no, dejar pasar primero o no.

El desorden y la falta de reglas puede traer libertad y también caos. Las reglas implícitas y explícitas pueden traer orden y facilitar la comunicación pero inhibir un poco la espontaneidad. Yo estoy cada vez más del lado de la –posiblemente desordenada– libertad. Especialmente después de conocer tantas personas usando (y disfrutando) esa libertad, definiendo reglas propias que muchas veces intersecan con las de la sociedad. Con responsabilidad, adultez, con grandeza.

Hablé con un ex empleado de la empresa líder en mi industria. Una empresa exitosísima, con millones de clientes, impulsada por cerca de 30 personas. Una empresa que deja total libertad a los empleados porque “comparten cultura”: no se cuentan los días de vacaciones, tienen tarjetas de crédito sin límite. Le pregunté cómo los empleadores encuentran personas capaces de manejar tanta libertad de manera provechosa para todos, cuál es esa “cualidad sin nombre” que define quién entra y quien no. Casi sin pensarlo contestó “quienes traían rollos de su vida privada duraban pocas semanas: la cualidad sin nombre se llama felicidad”. ¿Son los felices quienes saben llevar bien las propias riendas?

Si eso es verdad, cada uno sabrá cuantas reglas necesita seguir para tomar las decisiones (grandes o pequeñas) de su vida.