Las despedidas en la casa son felices. Estos jóvenes que vienen por unos meses a este país se vuelven con aún mayor energía que con la que vinieron. Se van llenos de proyectos, más sabios, con más experiencias, con un poquito más de vida. Toda despedida es aquí promesa de promesas venideras, toda despedida implica un nuevo lugar donde sentirse como en casa.

Estas despedidas son felizmente melancólicas: se brinda por lo bien que se lo pasó, por todo lo que se conoció, y por lo bien que se lo va a pasar y todo lo que aún resta descubrir. La esperanza de los jóvenes viajeros es tan ingenua como sabia, y es tan sabia como madura. La energía de una persona de 22 años que se enamoró aún pocas veces (al menos una en este país) hace agua de todo problema, fiesta de toda alegría, y es eso tan correcto como la prudencia de quien aconseja atemperar esas pasiones.

Vivir entre bienvenidas y despedidas es un aprendizaje constante. A todos los humanos nos desvelan aproximadamente las mismas cuestiones, sin embargo cada país –sino cada persona– es un mundo en sí mismo. En particular hoy despedimos a alguien que piensa tanto en la muerte, que cada noche festeja bebiendo por estar vivo, y se despierta cada mañana celebrando que su corazón sigue latiendo, aproximadamente sano. Eso es raro. Es un desafío a la forma en que pensamos y vivimos las personas “normales”, la mayoría en este país. Tal vez por eso nos sea esa tan curioso, o loco.

Toda situación enseña, toda salida es aquí sorpresa. Hoy el compañero de piso nos planteó el ejercicio: podría tratarse cada muerte como a estas despedidas. Alex pregunta sonriente: “¿porqué vemos dramática a la muerte? Tal vez ustedes no me vean nunca más; les es indistinto que llegue de vuelta a Canadá, o a El Salvador, o que ya no viva.” Y es que, hoy, tal vez celebrando su día de vida en algún bar, o demorado en algún otro trámite, el agasajado faltó a su propia fiesta de despedida. Ausencia que no nos impidió celebrar, como en cada despedida. Igual que en toda bienvenida.