Antes de ayer llegué al desierto. Una chica en el hostal se quejó por no poder tomar baños largos, ya que el agua aquí es recurso escaso y preciado. Salí a andar en bicicleta con un mochilero: él miraba con deseo los platos que los restaurantes ofrecen, y estaba feliz por que logró ahorrar dos cenas baratas en el precio del alquiler de las bicicletas. Por la tarde nos metimos en la laguna de un salar, con vista a volcanes y a una árida Cordillera, y volvimos pedaleando de noche, exhaustos pero con la alegría de quien descubre cosas nuevas, con la euforia del que está haciendo deportes.

Hoy me detuve a descansar. La viajera fue muy temprano a una excursión que ya conozco, y el mochilero fue a la entrada del pueblo para hacer dedo y cruzar la frontera. Mis compañeros de cuarto dormían, y, luego de remolonear un poco, sali a dar un paseo, sintiendo hambre en la panza. Unos niños jugaban a la pelota en la plaza, los lugareños asistían a misa, unos turistas se tomaban fotos en la puerta de la iglesia. El ambiente siempre es de paz en los pueblos, las montañas lo acrecentan. Deseé que la chica no pasara frío, y que el mochilero ya estuviera camino a la frontera.

La panza volvió a recordarme que sigo vivo, así que pedí el desayuno en un lugar acogedor, que sirvieron a los pocos minutos. Me descubrí admirando un café con leche a temperatura justa, y un huevo revuelto con tomates sabrosísimo. Tal desayuno hubiera deleitado a la chica del hostal, y hubiera provocado agradecimientos del mochilero a su Dios por saciar su deseo y necesidad. Tuve la suerte de conocer y aprender de los dos. La riqueza no eclipsa la libertad que vive un mochilero; la sencillez no disminuye placer a las actividades de una dama. Ahora agradezco a mi Dios con cada plato y cada baño, por lo menos a diario, y valoro, además, si el desayuno resulta sabroso, o el baño relajante.